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sábado, 9 de noviembre de 2013

La moneda en el water.



Era viernes, por lo que pasada la mañana de trabajo mis pies casi caminaban solos en dirección a esa cita de todos los viernes. Nos encontramos un poco antes y el camino lo recorrimos juntos.

En vista de que el ascensor estaba, como siempre, en mantención, bajamos por las escaleras. Y es donde aparece el conflicto de mi vida llamado asco a las barandas, también llamado en otros episodios diarios como asco a las manillas y a veces conocido como asco a todo aquello que la gente toca y que no me consta que lo hayan hecho con las manos limpias.
Pero ante esto pasa el hecho de que necesito sujetarme de algo al bajar o tirito como una jalea,  por temor a las alturas o a estar de pie en todo aquello que supere los 50 centímetros.
Entonces queda algo así, me sujeto de la baranda de la cual todos se sujetan con sus manos con dedos aceitosos por esas famosas papas fritas del local de la esquina o quizás alguien estornudó bajo esa asquerosa costumbre popular de hacerlo en las manos y luego de sacárselas en el costado del pantalón  y luego bajó con esa mano estornudada sujetándose por esa misma baranda de la que debo sujetarme o quizás alguien que pasó al baño y evadió las miradas reguladoras salió sin lavárselas y luego ahí en esa misma baranda se encontraban restos de secreción corporal de alguien de poco escrúpulo o quizás o quizás o quizás. Entonces ahí quedo yo preguntándome si me sujeto de esa baranda o bajo a manos libres tiritando y sudando por esos metros de altura que tanto me intimidan.
Al menos ese viernes quien me acompañaba sabía de esto, ya que un par de veces usé el comodín de sujetarme de la chaqueta de la persona que iba bajando al lado, y antes de que comenzara a atormentarme me ofreció sujetarme de su brazo pero bastó a que sonara su teléfono para volver a quedar a la deriva de las escaleras, tomé la opción de sujetarme y ya en el primer piso pasar a lavarme las manos.
Pero entrar a un baño público es tan desagradable como tocar una baranda y a eso agregar las infaltables señales de baño hetero binarias para rehacer el género cada vez que te dan ganas de mear o cagar.
Entonces es dónde uno debe preguntarse si entrar en el que baño de “hombres” donde debes mear de pie para la verificación pública de tu propia masculinidad o entrar en el de “mujeres” donde hay un espejo que opera como panóptico en que te encuentras con miradas que inspeccionan tu feminidad.
Entonces bajo esas dos opciones entré por la puerta que menos olor a orina expedía o la que menos papel higiénico tuviera esparcido en el suelo. Al estar dentro caminé al primer baño de la fila que por experiencia previa sabía que era el único que contaba en su interior con un gancho para colgar las cosas y no dejarlas en el suelo húmedo y poder mear con algo de calma.
Cuando estaba a punto de bajar el cierre vi un circulo brillante nadando dentro de aquella prótesis de género llamado wáter.
Era una moneda, una grande y plateada moneda.
No iba a mear ahí.
No iba a mear la moneda.
Ya no tenía ganas de mear tampoco.
Porque aunque fui quien la vio no sería quien la sacara y tampoco yo quien tirara de la cadena para que la moneda se fuera.
Subí mi cierre, tomé mis cosas que colgaban del gancho y salí.
Quizás cuántos más hicieron lo mismo o quizás quién la sacaría de ahí.
Aun cerrado, aun cuando nadie me miraba, mantuve mi adecuación a los códigos,  yo no quiero eso.
Una parte de mi quería esa moneda.

Yo quería esa moneda.