Un salto apresurado me hizo quedar tumbado en el asiento
trasero del taxi, asiento que dejaba al descubierto el descuido del conductor sobre
el estado del automóvil, así que dejé de preocuparme por mis zapatos llenos de
barro y mi chaqueta mojada, chaqueta que ya estaba haciendo presencia en el
interior, quise sacármela antes de ser más cómplice de la notoria falta de aseo
de ese Volvo ochentero que al parecer las tres décadas siguientes de historia
las acumuló en mugre, y podía ser cierto, quizás nunca fue removida la primera
mancha de café que derramó el comprador mientras firmaba el contrato por aquel
auto que en sus años bien pagados eran, o tal vez el primer chicle pegado bajo
el asiento por el hijo malcriado que apresurado subió al auto nuevo de su
padre, apresurado, como yo, en ese momento.
- A
dónde lo llevo?
A mi casa, le respondí, iba apresurado por llegar al lugar
que justamente estaba en lo último de mi lista, desee decirle que pusiera el
motor en marcha y que diera la vuelva en 360 grados. Porque nunca debí
despedirme, nunca debí seguir haciéndolo. Mi casa no está en la dirección que
le di al taxista, estaba justamente del otro lado, donde ella. Ya no me
importaba lo sucio que estuviese el asiento, apoyé mi cabeza hacia atrás,
después de una vuelta brusca mi cara quedó pegada en el vidrio, el taxista se
había pasado una luz en rojo, quise morir ahí, quise olvidarme de todo, la
quise a ella, desee que ella aun esté cuando al fin de la vuelta.