Era
viernes, por lo que pasada la mañana de trabajo mis pies casi caminaban solos
en dirección a esa cita de todos los viernes. Nos encontramos un poco antes y el
camino lo recorrimos juntos.
En
vista de que el ascensor estaba, como siempre, en mantención, bajamos por las
escaleras. Y es donde aparece el conflicto de mi vida llamado asco a las barandas,
también llamado en otros episodios diarios como asco a las manillas y a veces
conocido como asco a todo aquello que la gente toca y que no me consta que lo
hayan hecho con las manos limpias.
Pero
ante esto pasa el hecho de que necesito sujetarme de algo al bajar o tirito
como una jalea, por temor a las alturas
o a estar de pie en todo aquello que supere los 50 centímetros.
Entonces
queda algo así, me sujeto de la baranda de la cual todos se sujetan con sus manos
con dedos aceitosos por esas famosas papas fritas del local de la esquina o
quizás alguien estornudó bajo esa asquerosa costumbre popular de hacerlo en las
manos y luego de sacárselas en el costado del pantalón y luego bajó con esa mano estornudada sujetándose
por esa misma baranda de la que debo sujetarme o quizás alguien que pasó al
baño y evadió las miradas reguladoras salió sin lavárselas y luego ahí en esa
misma baranda se encontraban restos de secreción corporal de alguien de poco escrúpulo
o quizás o quizás o quizás. Entonces ahí quedo yo preguntándome si me sujeto de
esa baranda o bajo a manos libres tiritando y sudando por esos metros de altura
que tanto me intimidan.
Al
menos ese viernes quien me acompañaba sabía de esto, ya que un par de veces usé
el comodín de sujetarme de la chaqueta de la persona que iba bajando al lado, y
antes de que comenzara a atormentarme me ofreció sujetarme de su brazo pero
bastó a que sonara su teléfono para volver a quedar a la deriva de las
escaleras, tomé la opción de sujetarme y ya en el primer piso pasar a lavarme
las manos.
Pero
entrar a un baño público es tan desagradable como tocar una baranda y a eso agregar las infaltables señales de baño hetero binarias para rehacer el género cada
vez que te dan ganas de mear o cagar.
Entonces
es dónde uno debe preguntarse si entrar en el que baño de “hombres” donde debes
mear de pie para la verificación pública de tu propia masculinidad o entrar en
el de “mujeres” donde hay un espejo que opera como panóptico en que te
encuentras con miradas que inspeccionan tu feminidad.
Entonces
bajo esas dos opciones entré por la puerta que menos olor a orina expedía o la
que menos papel higiénico tuviera esparcido en el suelo. Al estar dentro caminé
al primer baño de la fila que por experiencia previa sabía que era el único que
contaba en su interior con un gancho para colgar las cosas y no dejarlas en el
suelo húmedo y poder mear con algo de calma.
Cuando
estaba a punto de bajar el cierre vi un circulo brillante nadando dentro de aquella
prótesis de género llamado wáter.
Era
una moneda, una grande y plateada moneda.
No
iba a mear ahí.
No
iba a mear la moneda.
Ya
no tenía ganas de mear tampoco.
Porque
aunque fui quien la vio no sería quien la sacara y tampoco yo quien tirara de
la cadena para que la moneda se fuera.
Subí
mi cierre, tomé mis cosas que colgaban del gancho y salí.
Quizás
cuántos más hicieron lo mismo o quizás quién la sacaría de ahí.
Aun
cerrado, aun cuando nadie me miraba, mantuve mi adecuación a los códigos, yo no quiero eso.
Una
parte de mi quería esa moneda.
Yo
quería esa moneda.